Las necesidades convertidas en placer nos han llevado a sofistificar muchas cosas y por consiguiente a la oferta de combinaciones de lo más diversas para convertir o transformar lo clásico o tradicional en resultados mejorados ("evolucionadas") y en lo que se refiere a gastronomía, nos ha trasladado a esa fiebre "gourmet" que nos indica Carlos Primo en este interesante artículo que escribe para el Diario el País y en el que se pregunta si podemos volver a beber sin hablar de ello.
Por Carlos Primo del Diario el País
Pimplar como nuestros padres
¿Ha aniquilado la fiebre ‘gourmet’ nuestra capacidad de disfrutar de una copa? ¿Podremos volver a beber sin hablar de lo que bebemos?
¿Qué fue antes, comer o ir de cañas? En 1950, el
científico Jonathan Sauer revolucionó los círculos académicos cuando sugirió
que los hombres del Neolítico, en contra de la creencia generalizada, no habían
comenzado a cultivar cereales para producir harina, sino cerveza. Lo que
parecía una boutade ha acabado siendo una teoría
ampliamente aceptada, y la confirmación de lo que todo sospechábamos: que el
ser humano siempre ha tenido un vaso en la mano, especialmente en los momentos
importantes.
“Cuando ganas te mereces champán; cuando pierdes, lo necesitas”.
Son palabras de Napoleón Bonaparte, que conocía como nadie las virtudes del
espumoso. En sus días de vino y rosas (las frases hechas nunca son inocentes),
su afición a la bebida predilecta de María Antonieta demostraba que, más allá
de diferencias políticas, las élites del Antiguo y el Nuevo Régimen festejaban
sus éxitos del mismo modo.
George
Brummell zanjó una ruptura amorosa diciendo que poco se podía esperar de una
dama que bebe cerveza
Al otro lado del canal de la Mancha, el joven británico
George Brummell (Beau Brummell para los amigos, aunque tenía pocos), fundador
de la secta del dandismo y tan dictatorial en la bebida como en el atuendo,
dejaba claros sus gustos a golpe de aforismos. Se dice que una vez rechazó una
segunda copa de champán que no estaba a la altura de sus expectativas con un
taxativo “gracias, pero no bebo sidra”, y que relativizó una ruptura amorosa
diciendo que poco podía esperar de una dama “a quien han visto bebiendo cerveza”.
En la época de Brummell se bebía mucho, pero apenas se
hablaba de la bebida. Era el alcohol el que reflejaba las diferencias sociales:
podía ser un indicador de sofisticación, de elegancia, de incultura o de
rebeldía. Incluso creativa. ¿Es posible trazar una línea causa-efecto entre la
absenta y aquella generación de artistas que, por primera vez, quisieron
alejarse de la realidad? ¿O delimitar los efectos que tuvo el whisky en varias
generaciones de machos alfa estadounidenses? Desde luego, hay una línea
continua que une los tiempos de la conquista del Oeste, cuando los salones eran
esencialmente dispensarios de whisky, y los años centrales del siglo XX, cuando
el Jack Daniels se convirtió en el santo y seña de aquel fenómeno a medio
camino entre la mafia, la fiesta y el lujo que fue el Rat Pack de Frank
Sinatra, Peter Lawford, Dean Martin y Sammy Davies Jr. Durante décadas, pedir
un whisky doble era toda una declaración de hombría que apenas admitía matices
y que no requería explicación alguna.
En
el pasado, beber no era un acto de cosmopolitismo sino algo tan cotidiano como
comer, vestirse o jugar a las cartas
Los expertos coinciden en señalar que es difícil saber
cómo sabían las bebidas alcohólicas de siglos pasados: los procesos eran menos
sofisticados, las materias primas también y, sobre todo, la población no las
consumía en un acto de cosmopolitismo, sino porque la bebida era algo tan
cotidiano (aunque no tan políticamente correcto) como comer, vestirse o jugar a
las cartas.
Hoy el alcohol ha ganado en calidad, respetabilidad y
riqueza, pero también ha perdido parte de su espontaneidad. El boom de la coctelería ha convertido las
ciudades en enormes bares con aspiraciones premium, y el acto de beber, en un
alarde de saber enciclopédico, una metaexperiencia que vuelve casi imposible
tomar un gintonic sin que la conversación orbite acerca
de los botánicos de turno. Que la sofisticación del alcohol va unida a una
cultura que permite apreciar y valorar sus matices es algo que nadie pone en
duda. Ahora bien, ¿no habría que recordar que el alcohol no sólo es un fin,
sino también un medio para otras cosas? Imaginen que Toulouse-Lautrec, cuando
se entregaba a la absenta, hubiera tenido una carta tan extensa como el menú de
whiskies en cualquier buen hotel de Shanghái (un atlas de varias páginas con
referencias ordenadas por valles y regiones de Escocia). Se habría levantado
antes de pedir, aturdido, abortando no se sabe cuántas obras maestras.
La respuesta a este “problema” no pasa necesariamente por
el nihilismo alcohólico (consumir sin criterio comprenderá que no es una
opción) ni por reivindicar la ignorancia, sino por recordar que tomarse una
copa es algo enormemente disfrutable, y que los bares son lugares donde se va a
estar en buena compañía, no a hablar de lo que está bebiendo. O al menos no
solo a ello. Eso déjeselo albartender.
O al coctelero (por favor, ¡no los confunda!).